25 de diciembre de 2011

Memoria visual e imaginarios, la sombra del espectador. (variación)

De la igualdad procede la desconfianza. De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación, y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro.

Thomas Hobbes. Leviatan cap XIII. 1651.

Nombres de fotógrafos y artistas, grupos étnicos, años y textos orientan el camino de quien pase por la nueva sala de exposiciones del Museo de la Memoria desde el metro hasta el acceso del museo. Recorro en orden cronológico la muestra y veo aparecer estas coordenadas que articulan el discurso de la colección de imágenes recopiladas durante años de investigación (pienso que el informe para Alvarado nada me costará), pareciese entender sin mayor dificultad la idea principal: cada una de las representaciones corresponde una construcción de sentido, no a una esencia o sustancia determinada de cada grupo aborigen, cada fotografía se constituye como discurso y es imposible acceder al “en sí” de cada sujeto representado. Todas son construcciones discursivas intencionadas, no hay duda, todas quieren decir algo a otro grupo determinado de personas, a otra comunidad.

Las imágenes concebidas como herramientas comunicativas transculturales, logran comportar un mensaje que ha superado la clausura comunicacional establecida por la comunidad lingüística que lo genera, no obstante, en ese proceso comunicativo transcultural se han de eliminar gran parte de los elementos que dan sentido a lo que se está intentando decir, el mensaje queda, entonces, simplificado y se encapsula ya no en los idiotismos de la comunidad que lo produjo, sino en los dispositivos y mecanismos propios del soporte de este nuevo lenguaje. La fotografía concebida como lingua franca ofrece nuevas problemáticas y nuevos desafíos de lectura, las cuales han de ser obligatoriamente leídas y reexpresadas lingüísticamente, es decir, desde un cuerpo categorial convencional, es entonces cuando las palabras: indio, mujer, sur u obrero nos vuelven a sorprender, a hacer ruido, a ordenarnos el mundo. La imágenes, como dice Gombrich, corresponden a ciertas visualizaciones de ese cuerpo categorial que nos pre-existe, el cual si bien es convencional -por lo tanto participamos de su construcción y validación- nos determina y encierra en una lectura siempre parcelada o cifrada del mundo. El oficio nos forma y a la vez nos deforma -denuncia Marc Auge- y, este oficio de la mirada que nos hemos creado o la mirada estética que nos hemos formado pareciera determinar categorialmente al mundo, pero pareciésemos no saber qué hacer estas categorías levantadas y pareciera que las proyecciones quedan encapsuladas en un texto ofrecido a una comunidad en extremo reducida. Pareciera que la escritura del intelectual orgánico y silenciado por la estructura hegemónica fuese la única opción que queda en este mundo desvinculado y desafectado, pues la producción textual sujeta a la saturación twitera, bloggera y de tanta, tanta columna de opinión circulante pareciese no hacer más que jugar el juego de la hegemonía, pues la saturación de gritos produce tan solo un silencio distinto pero silencio al fin.

Nombres de fotógrafos y artistas, grupos étnicos, años y textos orientan el camino de quien pase por la nueva sala de exposiciones del Museo de la Memoria, lo que más me sorprende de esta sala es que en un comienzo creo que es un espacio cerrado pero de pronto reconozco que no corresponde a una cápsula desvinculada del museo, sino, que es una sala-pasillo de acceso y salida –un nolugar en clave augeiana-. Tránsito y desplazamiento, conexión y línea. El metro se desplaza hacia el museo y el museo hacia el metro. Se amplía su estructura, aunque se museifica el metro más que metrificar el museo, pues al parecer no se logra convocar a los pasajeros hacia la gran denuncia histórica establecida al interior del museo y éste no hace nada por denunciar la falta de humanidad y respeto con la que el metro trata a los y las trabajadores y estudiantes que viajan inhumanamente en sus vagones.

El museo de la memoria al incluir estas fotografías amplía y desplaza, a su vez, el concepto primigenio desarrollado por el museo, el que -según la información entregada por su página web- presenta elementos que narran los hechos sucedidos en Chile entre el 11 de septiembre de 1973 y 10 de marzo de 1990[1]. ¿Cómo, entonces, incluimos fotografías del fin de siglo XIX en un museo que abre su objeto estudio en 1973? ¿Los pueblos aborígenes son sujetos posibles de asignarles el carácter de violados en sus derechos humanos? Lo que entendemos por derechos humanos –y desde donde se establece el punto de partida del Museo de la Memoria- corresponde a un texto redactado y firmado el 10 de diciembre de 1948, tras el término de la segunda guerra mundial y el conocimiento público de las vejaciones producidas por el ejército alemán contra la población civil y la diáspora judía, texto que en letras de bronce es posible leer en el atrio del museo. Esta declaración reconoce la dignidad intrínseca de todos los miembros de la familia humana[2], sin hacer distinción de raza, credo ni origen, asegurando la libertad de palabra y conciencia para asegurar que ni el temor ni la miseria gobiernen el mundo en el futuro. En ese contexto conceptual el Museo de la Memoria fue concebido como un memorial, un monumento que recuerde como los militares trataron a los ciudadanos, torturándolos, asesinándolos y desapareciéndolos para conducir la hegemonía e instalar un modelo económico que hasta hoy nos oprime. Aparece entonces una cuestión inquietante ¿Por qué hoy cuando gobiernan los mismos que administraron la dictadura que el museo denuncia, se utiliza el concepto de derecho humano de manera retroactiva? Si las imágenes detienen un momento, hacen referencia a un pasado y “reproducen” un mundo encuadrado, entonces, la producción fotográfica se configura como un juego constante de apariciones y desapariciones, poniendo en tensión lo que está en el encuadre y lo que no. Es paradojal que esta ampliación del sentido (justo y prácticamente incuestionable) de derecho humano -utilizándolo ya no solo en el contexto eurocéntrico y hegemónico de la defensa global del gobierno “pandemocrático”, llevándolo a las comunidades originarias que fueron colonizadas, desaparecidas, violentadas en su derecho de libertad de palabra y credo, limitadas en su territorio y en última instancia perseguidas y exterminadas- sea utilizado para ocultar otras imágenes encuadradas y otra realidad fuera del marco: nuevas apariciones, otras desapariciones.

Si buscásemos en el mismo periodo seleccionado por el museo de la memoria ejemplos groseros, sucios e imperfectos de desapariciones y apariciones, en los cuales se utiliza lo material para ocultar un discurso y una historicidad determinada, debiésemos partir con el ocultamiento del acceso de Morandé 80 al Palacio de la Moneda (ocultamiento atribuido popularmente al carácter supersticioso del dictador quien prefirió cerrar el acceso –como todos los accesos- para no convivir con el fantasma de Allende) y su posterior reapertura. Este acceso reabierto en la conmemoración de los treinta años del golpe de Estado se transformó en un símbolo de apertura al diálogo y de respeto por lo sucedido. No faltó escuchar en el discurso que abrió las puertas algunas palabras como consenso, acuerdo y paz; seguramente faltaron justicia, encarcelamiento y asesinato. Pero lo que quedó, en resumen, es un acto meramente simbólico, vacío en contenido, cosificado, y, además cerrado. En cambio, el dispositivo ejecutado en la nueva sala del museo, es elegante e inteligente, pues pone en tensión dos relatos que han sido ocultados, dos daños históricos si se quiere, dos relatos tensionados que terminan por anularse.

La denuncia inicial del relato museificado e incluso el concepto de memoria propuesto por el museo se establece en este juego constante de visibilización e invisibilización, intentando ofrecer una materialización de esta propuesta y no tan solo comprendiéndolo como un juego retórico. La materialización de los testimonios no son más que visibilizaciones de los cuerpos desparecidos. Las cartas, los pequeños artefactos utilizados por los presos en los campos de concentración y las herramientas de tortura se configuran como las más atroces muestras de un intento por hacer visible un “pasado reciente” callado e invisibilizado groseramente. ¿No hay entonces una utilización cosmética de las fotografías de los indígenas? ¿No hay un distanciamiento de la Historia, intentando escribir con mayúscula un relato que aleje y por lo tanto suavice lo brutal de lo recogido en el interior del museo? ¿No hay aquí una muestra radical de la estetización de lo político, mediante lo cual se busca generar un discurso incuestionable democratizador que homogenice e iguale para ocultar e invisibilizar? Hay en definitiva una administración política policial que rinde cuentas a un sector determinado de la población, un demos hegemónico que oculta mostrando, un nuevo analfabetismo por saturación, un nuevo silencio, otro vacío.

El metro y sus pasajeros inevitablemente me remiten al viajero subterráneo de Marc Auge y pienso en cuanto me parecía a los pasajeros que viajábamos en dirección Plaza Maipú, en cuanto nos separaba y como conformamos un conjunto, de los que viajábamos en el tren muy pocos descendieron en Quinta Normal y de esos pocos, nadie entró en la muestra, en una primera instancia nos unía el rol de viajantes y nos separaban los destinos. Más allá de los roles que cumplimos pareciera que fuésemos similares, sin mayores diferencias, nos movemos por una ciudad quebrada y escindida orientados solo por construcciones de sentido que simulan diferencias ordenadoras; oriente y poniente se configuran en un eje sin coherencia semántica pero que de todas formas pareciera dividirnos y clasificarnos. De la igualdad proviene la desconfianza, escribió Thomas Hobbes en su Leviatán de 1651 y quizá por esto, por la desconfianza, es que simulamos de manera constante una diferencia que nos tranquilice y reafirme como individuos, una diferencia que nos agrupe con unos y separe de otros. Entrampados en el lenguaje que nos determina, no podemos, sino, mirar el mundo desde nuestra comunidad. Decimos selk`nam, mapuche, yámana, italiano, salesiano, andinos, y, siempre nos parece conformar a un otro distinto a uno o a nosotros, en tanto espectadores, siempre y cuando, sea posible calificarnos en grupo como tal.

Cuadro de texto:    Cándido Veiga, 1903 Pedro Gana y Cipriano  El discurso político es, en esencia, la reflexión del acontecer, se da en el devenir, solo tiene sentido en la contingencia y no tiene sentido pensarlo en la retrospección, pues, la filosofía del acontecer político se transforma rápidamente en una historiografía política desafectada, la cual se ve imposibilitada de dar cuenta del espacio real que lo convocó. La producción fotográfica, en cambio, logra retener un momento en el tiempo y el retrato de un otro fotografiado, es por tanto, una imagen que nos remite a una otredad temporal y social, además su capacidad mimética pareciese ser tan efectiva que, por lo general se le atribuye a este tipo de imágenes un carácter documental, no obstante, como toda representación de la “realidad” no se configura como una aproximación desafectada por parte de quien la produce, o como una simple réplica del mundo, sino como un producto capaz de crear realidades o incluso problematizar el principio de objetividad mediante el cual la “realidad” se sostiene. Este es el caso de las imágenes de Pedro Gana y Cipriano retratados por Cándido Veiga cerca de 1903, dos imágenes retratan a dos hombres selk`nam en un estudio que simula un exterior, ellos visten occidentalizados (pantalón, vestón, gorra, pañuelo y camisa) en una, y, en la otra visten grandes pieles, bajo las cuales pareciesen estar desnudos. ¿Quiénes son Pedro y Cipriano? ¿Cuál de las dos imágenes corresponde a la realidad de estos hombres? No hay más información en la etiqueta que las acompaña, no obstante, es posible situarlos en la misión salesiana de Isla Dawson[3], misión que buscó civilizar las comunidades indígenas de Tierra del Fuego. Civilizar para esta congregación corresponde a un símil sintético de evangelización y educación entendida como generación de mano de obra para la producción industrial (hoy en día esta lógica educativa sigue funcionando, pues las escuelas salesianas acogen estudiantes vulnerables y ofrecen educación técnica de calidad a bajo costo) pero ¿dónde ubicamos a los sujetos retratados? En un período pre-civilizado, civilizado o en tránsito. Sin explicación discursiva pareciera imposible reconocer si es más verdadera una imagen o la otra. Lo que sí es posible reconocer es que, como sujetos, están ya encapsulados en una representación moderna de la realidad, son parte de la población gobernada por un pueblo determinado, se ha instalado en su territorio una dialéctica violenta de centro y periferia al cual no habían asistido. Tras de sí hay un telón que simula un paisaje en clave europea, ya no basta con su territorio natural, es necesario modelar una naturaleza naturalista que sea comprensible para el espectador, es necesario vulnerar la libertad de palabra, desplazamiento y credo del retratado para que éste sea comprensible para los espectadores. Hay que humanizar deshumanizando a los sujetos, convirtiéndolos en representaciones de sí.

Al seguir avanzando por la sala veo junto a Pedro y Cipriano la fotografía de mujeres hilando en una comunidad salesiana, junto a ella una foto de Millet que “muestra” una pelea de indios, una imagen algo absurda de dos hombres tomados del pelo empuñando un cuchillo. Al acercarme para confirmar si es un cuchillo lo que tienen en sus manos, veo mi reflejo en la fotografía y me sorprendo, estaré en un más allá de la representación, ¿soy un espectador desafectado que pasa por la galería pensando en los salones franceses y la formación estética? ¿Seré un consumidor? ¿Un representado? Creo que (soy) somos solo la sombra proyectada por el fotógrafo, el vacío representacional.

Pienso en la imagen que abre y cierra la muestra, una fotografía de Martín Gusinde, una foto mal tomada si se quiere, mal ángulo, mala lectura de la luz pues entre los sujetos fotografiados –una familia selk`nam- y el cuadro se deja ver la sombra del fotógrafo, del trípode y la cámara. El reflejo del espectador en la brillantez del papel fotográfico, lo ubica en un devenir intermedio entre la imagen representada y la lectura de ésta. No somos más –ni menos- que la impresión de una presencia en una imagen, podemos con facilidad identificar a un otro, con mayor complejidad a un nosotros y con absoluta dificultad a un yo. Somos la sombra, la impresión de una comunidad entrampada en los límites de un lenguaje que no nos pertenece pero que administramos, renovamos y alimentamos. Somos la sombra de una cultura cuyos fines están bien definidos por contraste con la luz, pero que cuya sustancia no es más que una ausencia.

Somos la sombra de Gusinde, una impresión que se ubica entre el colonizador-evangelizador y el colonizado-evangelizado, una huella en el territorio, una forma que cambia con el paso del día, una impresión por negación en la tierra que nos acompaña siempre.



[1] www.museodelamemoria.cl

[2] http://www.un.org/es/documents/udhr/

[3] María Paz Bajas. Revista chilena de la antropología visual. N* 6.