11 de junio de 2011

Putas Asesinas.

Hace ya algunos años que leí por primera vez los relatos de Putas Asesinas, había dejado la Universidad y repartía insumos dentales por Santiago, conseguí ese trabajo apenas una semana después de decidir que, aunque faltase solo un semestre, no terminaría la carrera y menos ahí. Eso ya no lo recordaba pero apenas comencé a leer nuevamente los cuentos de Bolaño, algunos destellos de la lectura hecha en micros amarillas y transbordos del metro, entre guías de despacho y facturas, bidones de líquidos desinfectantes y tira-nervios configuraron lentamente el escenario de aquella lejana lectura. Lo que si puedo recordar con claridad es que tomé este libro de cuentos inmediatamente después de terminar Los detectives salvajes, quizá por esta razón, la impresión de que estos relatos trataban también de desterrados jóvenes enfermos de literatura me acompañó hasta ahora. Probablemente el empeño puesto en parecer un realviceralista o la ilusión de estar recorriendo el DF en vez de cruzar Santiago una y otra vez con bolsas de yeso y amalgamas, impidieron que pudiese detenerme en la maravillosa fatamorgana que cruza cada uno de los cuentos contenidos en este libro.

Los relatos de Putas Asesinas pareciesen articularse sobre evocaciones, recuerdos vagos e imprecisiones de fechas y lugares, como si lo que importase fuese el tránsito mismo, no las acciones ni las historias, sino el errar constante de personajes huérfanos que nunca se despiden porque nunca se detienen. México DF, París, Chile, Berlín, Acapulco, Barcelona, alguna ciudad perdida de la India o Bruselas son en definitiva ninguna parte, son moteles o paraderos de una agobiantemente calurosa carretera interminable, cuyo fin está determinado por un lago inexistente, ilusorio a sabiendas de quienes la transitan, pues, saben que ese sendero se recorre para alejarse o a acercarse al infierno, a eso se reduce todo. Para quienes nacieron en Chile durante el 50 y tenían más o menos 20 para el truncado gobierno de Allende pareciera no haber otra opción, sino alejarse o acercarse al infierno, recorrer insomne el sendero sin saber bien hacia donde dirigirse, llorar sin saber porque se llora, vivir cotidianamente con locura o aburrimiento, a eso se reduce todo.

El silencio, las sombras, el sopor alcohólico y las pesadillas configuran una especie de velo que cubre la narración, vetando el acceso, creando un espejismo, una especie de ilusión ante la cual es uno mismo quien se refleja. Quisiera detenerme en dos relatos en particular: Días de 1978 y Los últimos atardeceres de la tierra. Ambos protagonizados por B e instalados en Barcelona y Acapulco correspondientemente, aunque, como ya se dijo, el lugar es ninguna parte: es simplemente el estar ahí, es el exilio.

Días de 1978 muestra a B solitario y pobre, recién llegado a Barcelona desde México, en una fiesta de odiosos chilenos residentes, desterrados de un país que se ha mitologizado, al igual que la izquierda a la que pertenecen y celebran, pero B sabe que ni Chile ni su izquierda son como se presentan, reconoce en ellos un grupo dogmático, conservador, ignorante y demagogo. Lamentablemente para B, él es también un chileno residente en Barcelona y por más que los increpe o aborrezca será mejor evitar una riña en particular y en definitiva será mejor evitarlos en general. Sin embargo dos personajes: U y su mujer, se le cruzan una y otra vez, siempre con distintas disposiciones y diferentes personalidades, como si cambiasen constantemente, como si no se detuvieran. El relato se articula por la suma de fragmentos, encuentros, rumores y escenarios: las Ramblas, el mercado de la Boquería, el barrio gótico. Un encuentro folklórico, el rumor del ingreso al psiquiátrico, la recuperación de U, la aparición de K, fragmentos y más fragmentos. La historia podría terminarse aquí, se nos advierte un par de veces, sin embargo se nos anticipa una sombra informe que mira de reojo a todos los personajes, como si nos recordara que solo pueden acercarse o alejarse, pero que para ellos no hay otro destino, no son más que sombras que tienen vida propia, bufones que concentran toda la fragilidad del mundo en su rostro.

Otra fiesta de chilenos residentes: B, vino tinto, hija de mártir revolucionario, bruja lectora del tarot –como si necesitaran cartas para leer su destino-, U silencioso y su mujer muy triste. El rumor de un intento de suicidio de U se apodera de toda la fiesta, B relata el argumento de una película y todo se vuelve alegórico, oscuramente siniestro, anticipando el final del sendero. El espejismo de la fiesta, del brindis, la alegría vacía y liviana da paso a la pesadumbre de la sombra que asecha a estos personajes sin nombre ni apellido. El relato debería terminar ahí -afirmación categórica- todos sabemos en que terminará la historia, además nuestro protagonista ya no necesita de U, ni aborrecerlo ni odiarlo, él ya no representa nada para B, pero la vida es un poco más dura que la literatura y U emprende un viaje que no completará, un viaje que pareciera ser todos los viajes, U es ahora el portador de la tristeza de todos quienes han asistido a fiestas de exiliados, a fiestas de chilenos residentes en ninguna parte. Baja del tren que lo conduce a París y decide volver a Barcelona, entre tanto telefonea a su mujer y a un amigo, se alivia por su decisión, se despoja de su identidad e ingresa a un bosque donde será encontrado por un campesino al día siguiente colgado de su propio cinturón.

Los últimos atardeceres de la tierra presenta a B un tanto más joven –si aceptamos que es el mismo- más ingenuo y silencioso. Recuerdo que este relato fue el que llamó mayormente mi atención en la lectura anterior: un joven lector de poesía francesa, prostitutas, bares, el motivo del viaje, la telemaquia y un final abierto se configuraban como una receta perfecta de todo lo que buscaba en un relato. Sin embargo la bruma que rodea todos esos “ingredientes”, la cortina semitransparente que separa un tiempo de otro tiempo, el espejismo, la luz del crepúsculo que confunde todo o la leve luminosidad del amanecer que aclara solo algunas cosas fueron absolutamente imperceptibles en aquel momento. B cruza una carretera junto a su padre desde el DF hasta Acapulco, pareciera que todo pasara muy rápidamente porque todo es relatado con oraciones breves, precisas, si bien el relato no se despreocupa de detalles pequeños que acompañan a la acción, todo es presentado de forma directa sin florituras innecesarias.

B y su padre alojan en un hotel casi vacío, en una ciudad casi vacía, es temporada baja y solo algunos turistas norteamericanos acompañan a los chilenos que recorren la ciudad. Conocen a personajes extraños, todos presentados como interesantes siluetas que al acercarse pierden gracia e incluso se vuelven amenazantes: una mujer que supera largamente a su padre en edad, pero que desde lejos pareciera ser joven y hermosa; un ex clavadista que pareciese amable pero que luego se transforma en un oscuro guía turístico de antros acapulqueños. Con la cercanía las flores se convierten en maleza, las placidas olas de la playa se tornan un mar revuelto incontrolable, altamente peligroso.

El relato se intercala con la lectura de B, poesía surrealista francesa que poco o nada comprende: imágenes que poco a poco se van diluyendo como el sol poniente y solo quedan las heridas. Guy Rosey es el nombre del poeta francés que lee B y que poco comprende, Rosey, un poeta menor en la gran antología de poesía francesa, desaparece sin dejar rastros, abandona a sus amigos y corre una suerte desconocida, eso parece ser lo que más llama la atención de B, la nubosidad de incertidumbre que deja la desaparición de este poeta menor. Quizá se suicidó postula B, pero lo que más le intriga es que su padre y él mismo están muy cerca de desaparecer en esa bruma donde ya nada es claro.

En el afán incontenible de su padre por celebrar sus vacaciones en un bar de putas, son conducidos por el ex clavadista hasta un antro en las afueras de la ciudad. B ha bebido demasiado y no comprende bien que es lo que está sucediendo, su padre juega a las cartas con desconocidos, bajo el sopor alcohólico de B las mujeres parecieran no tener forma definida. Intenta escapar, vomita en un patio interior, un perro ladra y una mujer joven “le hace un guagüis”. B no comprende nada, pero le aterra todo, ve con ojos de loco el escenario del crimen que aun no se comete. Nada es claro pero todo es amenazante. Su padre gana la partida de las cartas, paga lo que debe, B reconoce ya menos borracho a la mujer del patio interior, le parece hermosa y joven, como fuera del contexto criminal. Su padre se dispone a salir, pero B sabe que no hay escapatoria, se han acercado mucho al infierno como para salir ilesos, ya comienza a amanecer, ve con claridad lo que viene y comienzan a pelear. El cuento mismo entonces se transforma en una bruma que no permite conocer el desenlace.

Hoy me resulta muy extraño no recordar nada de este fatamorganismo, o simplemente no haber visto la bruma que envuelve a los personajes, quizá en aquel entonces todo era diáfano para mí, pero si tuviese que relatar mis propios últimos atardeceres de la tierra, de seguro estarían plagados de bruma y no serían más que un espejismo.

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